1.07.2010

La bestia de Elena

María caminó decidida hacía el parque, el viento frío golpeaba sus mejillas. Era tarde, la luz de las farolas dotaba una tétrica escena frente a sus ojos, sombras mortecinas reflejadas por los árboles y arbustos. Los juegos infantiles se movían aritmicamente, pareciendo que aún los espiritus de los niños jugaran en ellos.
Se detuvo en seco, los pasos detrás de ella también, metió la mano en el bolsillo y sacó la navaja que Marío le diera ese mismo día, la empuño con fuerza y giro violentamente mientras gritaba... estaba sola, la calle a sus pies estaba desierta, hasta el mismo viento dejó de soplar, los columpios dejaron de sonar, las sombras se desvanecieron por un segundo. Con el corazón palpitando con furia siguió su camino, sus zapatillas rojo fuego de charol sonaban con eco en las calles que estaban extrañamente desiertas y pacíficas. Una extraña humedad impregnó el ambiente, grandes gotas de sudor rodaban por su frente y cuello, su respiración era cada vez más acelerada y el abrigo negro de terciopelo le pesaba como si trajera un oso encima. No había taxis a la vista y aún faltaba mucho para llegar a su destino. Las primeras gotas sonaron en los cristales de los vehiculos estacionados a su paso, sonaron con un eco exagerado para el momento y la ocasión. Con las gotas regresó el sonido de los pasos tras de ella, la llovizna pronto se convirtió en tormenta, se le dificultaba ver más allá de cuatro pazos delante de ella. Corría con la navaja en la mano, haciendo sonar aún más sus tacones, levantando charcos a su paso. El miedo le impedía pensar con claridad, corría ya sin dirección fija. Tarde, demasiado tarde, se dió cuenta de que estaba perdida, las calles le eran completamente ajenas, era como si estuviera en una ciudad totalmente desconocida. Horrorizada trató de escapar de la sombra que le perseguía. Cuando se dió cuenta de su fatal error era demasiado tarde, la última voltereta del destino y de la calle, le habían llevado a un callejón sucio y oscuro, con olor nauseabundo. Tuvo que aguantar las arcadas para no vomitar. Se giró buscando la salida pero los pasos le habían alcanzado por fin. El mostruo estaba ante sus ojos, la gigantezca sombra se avalanzó sobre ella. De un salto la derribó, le destrozó la ropa, los tacones rojos se perdieron en la lucha. Ella luchó con fuerza, mordió, tiró golpes y arañazos y la bestía gimió herida y escurriendo sangre, con baba brotando de su hocico arremetió con fuerza, sus garras se hundieron en su delicada y tersa piel dejando marcas inborrables. La bestia mordió hasta el cansancio cada parte de su cuerpo, sus piernas, su vientre, sus pechos. Ella lloró, gimió y al final se rindió. Después de que hubo saciado su hambre, la bestía sonrió y se alejo tal como había llegado, perdiendose en las sombras de la ciudad. Ella recobró el sentido horas depués, dolida y sangrando se arrastró por las calles sucias, buscando ayuda sin encontrar una sola alma penando en la soledad de la noche. Perdió el sentido.

Veinticinco años después la pobre mujer sigue luchando noche tras noche con la bestia... en sus sueños, en sus pesadillas. Mi pobre madre sigue tirando golpes y arañazos en el aire, gritando en las noches en busca de ayuda y yo sigo buscando a la bestia que me dió vida al mismo tiempo que se le quitaba a ella.

Jueves 3 1985

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