Pues ésta es una historia que me contó un tío abuelo el día que lo conocí.
Me contó que en su pueblo natal, conocido como "El rincón" en el estado de Veracruz (México), todas las noches se escuchaban unos gritos horribles, tan espantosos que nadie se atrevía a salir de noche; estos gritos recorrían el pequeño pueblo, erizando los cabellos de cualquiera que lo escuchara y siempre era el mismo camino, los gritos nacían en el viejo riachuelo, pasando por la calle principal para perderse en el camino que da a "La orilla" el pueblo más cercano, que además le da nombre a "El rincón".
Era tanto el espanto que la gente del pueblo se juntó en la iglesia para tomar cartas en el asunto, pues tenían miedo de que aquello que se lamentaba todas las noches fuera la tan temida llorona y que se comenzara a llevar a los niños; así que después de mucho deliberar decidieron que se tenía que poner una gran cruz a la mitad del camino de aquella abominación, para que así no le dieron ganas de regresar jamás al pueblo, el problema es que nadie quiería ser el valiente que se arriesgara a poner la cruz, pensando que tal vez aquel ser podía tomar venganza y llevarse a uno de sus hijos y fue precisamente el miedo de perder a su primogenito lo que llevó a mi tío abuelo a ofrecerse como voluntario. Es así como, con ayuda de mi abuelo, se dispuso a poner la cruz, una cruz tan grande que uno sólo no podía cargarla y tan larga que tuvieron que cavar todo el día para poder ponerla en su lugar, cuando por fin habían terminado se dieron cuenta que la noche les había caído encima; temerosos comenzaron a levantar su herramienta, el temor porque aquello los encontrara no les permitía concentrarse, ninguno se miraba, pues estaban apurados recogiendo las palas y los zapapicos; fue cuando a los lejos, justo dónde nacía el río, escucharon el primer aullido; por un momento se quedaron petrificados, no sabían que hacer; ya la herramienta no importaba, ni siquiera pensaron en apagar el fuego que habían encendido horas antes para que les sirviera como luz y calor, pues esa noche era especialmente fría en el pueblo, donde de por sí las noches son gélidas; cuando pudieron salir de su estupor, los lamentos estaban cerca, muy cerca, ninguno tendría oportunidad de llegar a su casa y lo único que pudieron hacer fue subirse a un árbol que estaba justo a un lado de donde habían puesto la gran cruz. Ahí titirtando de miedo y frío pudieron ver a lo lejos la silueta de una mujer vestida completamente de blanco, con el cabello negro como la noche, lacio y largo, enmarañado; ella era blanca, casi tan blanca como el vestido y cuando estubo más cerca pudieron ver que era hermosa, sus ojos eran grandes y tristes; la mujer se detubo justo debajo de ellos, frente al fuego, se calento las manos por un par de segundo, no decía palabra, ni siquiera se percato de que ellos la observaban desde el árbol, no podían creer lo que veían, no era el horror que esperaban, la mujer yacía a sus pies como cualquier otra mujer, buscando el refugio del fuego y sin que se lo esperaran habló: "¡Que frío hace esta noche!", su voz era melódica, casi hipnotizante, tanto que estuvieron a punto de bajar para estar con ella, para ofrecerle ayuda, fue justo en ese momento cuando volvieron a escuchar aquellos gémidos de ultratumba un calle más arriba; la mujer se tenso y dijo al tiempo que miraba de reojo hacia las ramas del árbol: "¡Ahí viene lo que no debe ser nombrado, me está dando alcance y yo tan cansada!"; cuando mi tío abuelo y mi abuelo vieron sus ojos se aterrorizaron, eran de un negro profundo, vacíos. La mujer siguió caminando y se perdió entre las casas, mientras desde el otro lado de la calle una gran bestía se abría camino entre las sombras, con ojos rojos como el fuego mismo, era una bestia enorme, parecida a un toro pero descomunal, la bestia bufaba y gruñía y de tanto en tanto soltaba aquellos alaridos tremendos y cuando hubo llegado a la fogata, el toro se enloqueció, arremtió contra el fuego hasta apagarlo, casi tira la cruz y el árbol en su frenesí, los pobres hombres que ya apenas se podían sostener de las ramas del árbol no podían creer lo que veían, no sabían si era verdad o un sueño y poco faltaba para que cayeran presas del pánico. Justo cuando mi tío abuelo estaba por caer del árbol por las embestidas de la bestia, se escucho a los lejos un solloso, un quejido sordo de una mujer, un lastimero ¡Ay mis hijos! que hizo que los dos hombres se estremecieran aún más, inmediatamente la bestia dejó en paz el arbol, la cruz y la fogata para ir en dirección de los quejidos, bufando de tando en tanto mientras se alejaba. Después de un par de horas que parecieron una eternidad, mi tío abuelo y mi abuelo decidieron bajar del árbol para irse a sus casas, aún con miedo de que ambos espectros regresaran.
Al día siguiente la gente se junto en la Iglesia, pues todo el pueblo había escuchado la conmoción de la noche anterior: los jóvenes contaron lo ocurrido y el pueblo entero entró en estado de shock; la gente inmediatamente se fue a su casas y no salió en el resto del día; cuando cayó la noche todo estaba en calma, no se escuchaba un sólo ruído, ni había lámparas prendidas en las casas; la gente no dormía, al contrario, estaba en espera de los gritos y los lamentos, los hombres se habían aprevenido con sus machetes y sus fusiles aquellos afortunados que poseían uno; esperaron toda la noche porque aquellos dos fantasmas salieran del río; pero la espera fue en vano, ni la mujer ni la bestia aparecieron por ahí, ni esa noche ni la siguiente, ni la que le siguió a esa. Poco a poco la vida volvió a la normalidad, pasaron los años, los ancianos fueron muriendo, los jóvenes, envejeciendo y poco a poco la historia fue olvidada, recordada unicamente por los jóvenes que vivieron esa noche en carne propia, y hace un mes murió el último de ellos, ahora ya no queda en el pueblo nadie que sepa la historia de "Lo que no debe ser nombrado".