9.11.2014

Andante in E major

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Intentó abrir los ojos, pero algo se lo impedía. No tenía idea del tiempo que había pasado, ni noción de dónde estaba. La cabeza amenazaba con estallar y una presión en los oídos le ensordecía. Pronto descubrió su precaria situación. Yacía colgando de cabeza, con la manos sujetas a la espalda y una venda en los ojos. Sentía que el mundo daba vueltas, su estómago amenazaba con esparcir su contenido.
El tiempo parecía eterno. El frío le hacía temblar. Lloraba sin quererlo, su cuerpo adquiría independencia y ejercía presión sobre su mente. El lugar olía a sangre y descomposición y podía escuchar agua goteando sobre una superficie de metal.
Después de horas, escuchó unos pasos que se aproximaban, y algo que parecía metal rozando con metal.
Los pasos se detuvieron cerca y unos violines sonaron a todo volumen, rápidos, violentos, como si quien tocara estuviera poseído. El sonido aumentaba en intensidad, en violencia, en pasión.
Intentó liberarse de sus ataduras, intentó gritar, pero al abrir la boca, todo el contenido de su estómago se esparció por su rostro y su cabello, inundado su nariz con el olor nauseabundo de sus jugos gástricos que le hicieron vomitar de nuevo.
Una carcajada invadió el espacio al mismo tiempo que el sonido de un golpe le aturdió, como si hubieran dejado caer una maleta llena de herramientas sobre una mesa de metal.
Los pasos se aproximaron, la música no dejaba de sonar: esos violines que parecían lamentarse y burlarse al mismo tiempo.
Una sensación extraña le invadió.
El frío del metal erizo su piel, mientras aquello le recorría el cuerpo.
Temblaba y ésta vez era de pánico. Se sacudía, pero era inútil. Seguía de cabeza en aquel extraño lugar.
De pronto se hizo el silencio y fue cuando sintió como poco a poco se desgarraba su piel y un hilillo de sangre corría por su estómago.
Intento gritar, pero su voz no respondía. Sólo podía sentir dolor. Aquello que abría su piel como si fuera papel seguía abriéndose paso por su vientre. Cada vez se extendía más y más aquel corte. Comenzaba en el ombligo y seguía por su estomagó, por su pecho, hasta llegar a su cuello.
La sangre fluía y le mojaba le venda que le cubría los ojos, se introducía en su nariz, en sus parpados, en su boca.
Unas manos se introdujeron en la abertura que recién se había hecho y comenzaron a hurgar dentro. Podía sentir como halaban sus adentros, como sus intestinos eran arrancados. Aquellas manos hacían su trabajo mecánicamente, como si lo hubieran hecho miles de veces.
Cuando hubieron terminado de vaciar su estómago, las manos introdujeron algo en su pecho, algo frío, como pinzas, que se incrustaron en sus costillas. Mientras los violines de nuevo marcaban el paso, aquellas pinzas comenzaron a abrir su caja torácica, a romper de a poco sus costillas. El dolor era lo único capaz de sentir.
Las manos se introdujeron en el pecho, movieron los pulmones, lo que le hizo perder el aliento y toser, pero sólo escupió más sangre.
Su cuerpo se resistía, pero podía sentir como le abandonaba la vida. Sentía la debilidad en todo su ser. Sus pies y manos comenzaban a entumecerse por la falta de flujo sanguíneo, y la cabeza estaba apunto de estallar.
Mientras su cuerpo se sacudía, la venda, pesada por la sangre que había absorbido, calló al piso. En su último suspiro pudo darse cuenta de que se encontraba en un matadero, colgando igual que los cerdos que estaban a su lado y una mano que sostenía una manzana roja que aún latía. Su última imagen fue la sonrisa de quien sostenía sus corazón frente a sus ojos. Después, todo fue obscuridad.

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